miércoles, 19 de octubre de 2011

S a n t i

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Santi no era raro. Es el mundo, el que era raro. Era una persona demasiado razonable, para el mundo. Mientras el resto de la gente ni siquiera piensa en ello, ni siquiera se da cuenta, y simplemente vive, él se empeñaba constantemente en entender el mundo. Me fascinaba su voluntad constante de ir a los sitios, a los lugares que no comprendía en absoluto, meterse en el centro del huracán de lo incomprensible, lo más ajeno a él, lo que más daño, en definitiva, por qué no, le pudiera hacer... y tratar de entenderlo.
Me sorprende recordar la forma en que resignadamente aceptaba los continuos desplantes de la vida respecto a él. Ni siquiera resignadamente: los tomaba con absoluta naturalidad. Recuerdo con fascinación cómo asumía con completa normalidad cada una de las jugadas, las continuas burlas y desprecios con que le obsequiaba el día a día, en la persona de sus semejantes, que lo debían de ver simplemente como un ser extraño, estrambótico y por momentos curioso o folclórico, ajeno por completo a sus vidas, enfocadas siempre en alguna otra –e importante- parte. Y ni siquiera pensaba en ello, ni siquiera se percataba de que había sucedido de nuevo. Como si fuese algo completamente esperable. Por ejemplo, me acuerdo de que, de cuando en vez, uno de nosotros lo encontrábamos inesperadamente en la calle, por ejemplo, vagando en sus enajenados paseos, en su aéreo mundo, y entonces, avergonzados, le decíamos algo como “Hombre, Santi; perdona. No respondí a tu última carta. Pero la leí, ¿eh? Y es que he estado muy liado, pero lo tenía precisamente en mente, el responderte...” etc, etc. Y entonces él nos miraba, como no comprendiendo, y exclamaba “¡Ah! ¿Te escribí? ¡Pues ni me acordaba! Ja, ja... no te preocupes hombre, si soy yo, que tengo unas cosas....”