domingo, 1 de abril de 2007

LA Hª -INCREÍBLE Y VERÍDICA- DEL “SEÑOR MILAGROSO” !!!



La siguiente es una historia real y verídica –aunque algunos así no la lleguen a creer- y paso a contarla porque me pueda parecer de interés para aquellos, de entre todos los que la lean, que así la puedan considerar…

Pues bien, venía yo algún día –alguna tarde para ser más precisos- en el Metro, debía dirigirme hacia algún lugar que ahora no recuerdo muy bien, con prisas para variar.
Entonces el tren se detuvo en una estación, ésa típica estación como de transición en la que nunca se baja nadie. Una de esas estaciones que parece que están ahí porque tienen que estar, aunque nadie sabe muy bien a dónde se sale en la superficie, y solamente tal vez los lugareños (osea, los pocos que viven por allá arriba, en el barrio) se bajan muy de vez en cuando. Vamos, que es de esas estaciones que pillan justo antes o después de la típica estación-nudo de intercambio de varias líneas, en las que se baja todo “dios”.

Bueno, pues digo todo esto para expresar la extrañeza que me produjo (pese a lo ausente y semi-adormilado que yo debía ir), insospechadamente, ver bajarse en aquella Estación –en la que “teóricamente” no debía bajarse nadie- a un tipo que venía en el mismo vagón que yo, tal vez una puerta más allá, y que mostraba un aspecto… como diría… poco convencional: era mayor, algo “grueso” (por decirlo así), lucía un “plumas” pelín exagerado para la época del año, aspecto desaliñado e incluso tal vez desaseado… y una mochila a la espalda. Creo que pasó por delante de mí, y por eso seguramente me fijé. Quedó él sólo en la Estación, caminando lentamente hacia las escaleras, y el caso es que me fijé en lo diferente que era del resto… y tal vez no hubiera ocurrido nada más sino hubiera sido porque, al alejarse, lo observé un poco más –con mis cansinos ojos- y pude leer perfectamente cómo, de su raído abrigo, colgaba una etiqueta en la que –perfectamente- se podía leer el letrero: “Señor Milagroso”.

Pasó un tiempo hasta el siguiente acontecimiento que quería narrar, supongo que yo llegué –tarde- a aquella entrevista (o lo que fuera) a la que me dirigía, y no debió ocurrir mucho más. Pero, imagino también, que yo –subconscientemente tal vez- me quedé con la copla, la relacioné extrañamente, imaginando en mis fantasías que aquella etiqueta indicaba el hecho de que aquél tipo era, extrañamente, alguien –como decirlo-… “especial”.

El caso es que yo venía atravesando desde hacía una época una “mala racha”, y no se me había escapado en los últimos tiempos el recordar un acontecimiento que me había sucedido en el pasado –sí, aunque no lo crean, toda esta historia tiene un hilo- que, a mi modo de ver, había sido el desencadenante de la mala suerte y todos las desgracias y desaciertos que en los últimos años venía acumulando como se acumulan (al revés justo) los aciertos en una quiniela de quince. Y fue que un día, de hará unos 4 años, caminaba también por la mañana hacia mi “recién estrenado” trabajo de entonces, cuando una mendigo de la calle, a quien veía todos los días tirada en el mismo banco de la avenida, se dirigió a mí, con la intención supuse de pedirme algo -aunque no la entendí muy bien-. Tenía un aspecto de auténtico espanto, que tiraba para atrás, con su cara abotargada y roja, y sus harapos, y la litrona, y sus ojillos de aire burlesco y, casi diría, maléfico. Tal vez cometí el error de pararme y decirle algo así como que no la había entendido (acostumbro a atender a todo aquél que se dirige a mí), y entonces masculló algo sobre que le diera no se qué, y yo debí responderle a su vez algo así como “lo siento, no puedo…”. Pero cuando me iba la oí perfectamente como mascullaba de nuevo, esta vez alguna suerte de maldición contra mí. “Vaya tontería” “Como para darle importancia a eso”, pensé, y así me decían las personas que les contaba, cuando después les narraba cómo, extrañamente, al quitarme las gafas de sol para entrar en el Metro, se me habían partido perfectamente por la mitad. Luego la máquina de dentro se tragó mi dinero, y en aquella boca no había personal, con lo que me tocó darme un inmenso paseo por la estación de Plaza de Castilla hasta que al fin, después de un largo tiempo, conseguí entrar. Pocos días después de aquello dejé mi trabajo -por culpa de alguna desavenencia con mi jefe- y al cabo de algún tiempo, a medida que fueron pasando los años y la sensación de que mi suerte había virado drásticamente a peor, no pude sino empezar a acariciar la idea de que aquél desgraciado encuentro pudiera haber tenido algo que ver. Nunca me lo creí del todo, he de decir; sin embargo, de forma también extraña, aquella mujer desapareció de mi calle al poco tiempo sin dejar ni rastro… Con lo que, otro día, se me ocurrió la poco brillante idea de que debía acercarme al Retiro, a las gitanas que hay por allí, y comprarles uno de esos ramos con los que te quitan la mala suerte, o cualquier otra “suerte” de maldición…

Bien, pues, yendo ya al grano: curiosamente, en los días que sucedieron a aquél extraño encuentro en el Metro, volví a ver a la Vagabundo del “Mal Fario” en las inmediaciones de la Estación de Plaza de Castilla. Pero seguramente lo hubiera olvidado todo, si no hubiera sido porque, justo unos días después, caminando de nuevo de ida o de vuelta a mi casa, o a algún sitio, o Dios sabe a qué en realidad,…, un hombre a la puerta de la misma Estación, repartía unas de esas cuartillas, de esas propagandas en forma de tarjetas o papelitos, en las que extrañamente, sólo ponía: “Soluciones Mágicas”, y un número de teléfono y una dirección al envés. (…)

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